RDLV#11: El día que el gorro se estaba secando dentro del bañador mojado
Y otra serie de actos que me hacen pensar en que me rodeo de personas de bajas capacidades. Incluyéndome en ese círculo.
Eran las 8:30 y la lista de to-dos ya estaba pegada en el mueble de la cocina. La letra era ilegible, solo ella era capaz de descifrar sus códigos. No se trataba de ningún secreto, pero es que se había acostumbrado a escribir así. Decían que era letra de médico, lo que en realidad pasaba: ansiedad.
Cogió el móvil, abrió ese chat compuesto por algunas de sus personas favoritas y con un nombre que solo ellas entienden, y leyó atentamente cómo sus amigas comentaban qué iban a llevar en la maleta. Maleta que ella no había hecho. No importa, estaba en la lista de to-dos que ya estaba pegada en el mueble de la cocina. Aprovechó para apuntarse un par de cosas más que quería meter. Y también para dar gracias por tener amigas que con casi 40 años todavía mantenían las mismas conversaciones de cuando tenían 18. Luego pensó que quizás no debería dar las gracias por esto, ¿sería que están sufriendo algún tipo de disfuncionalidad? Eligió no darle muchas vueltas.
Iban a visitar el spa del hotel. Ellas ya son señoras bien y no se conforman con cualquier cosa. No aparecía el gorro. Mientras lo buscaba, siempre un paso por delante de las múltiples adversidades a las que la vida la tenía acostumbrada, escribió por el chat que por favor contaran con un gorro extra para ella, mientras, sin esperanza alguna, le preguntaba a su marido por el paradero del único gorro de piscina que comparten al llevar a su hijo pequeño a natación. Una pista, quizás, de la reproducción eficiente de los piojos en su casa. La fiesta de la pediculosis.
El marido la sorprendió. De muchas formas. Respondió ágil. Raudo. Veloz. Y reveló el emplazamiento del gorro: el bolsillo de su bañador, con el que hacía 3 días había ido a la piscina. ¿Cómo no se le había ocurrido mirar ahí? Parece un sitio bastante evidente en el que guardar el gorro, para que se seque a su ritmo. Lento, si cabía alguna duda. También estaba el gorro de su hijo, que como quizás pueda sorprender, sobre todo a su marido, no estaba tampoco seco. Ni se iba a secar. Y de nuevo se hizo una pregunta relacionada con la disfuncionalidad. Y volvió a elegir no darle muchas vueltas.
Porque cuando se trataba de dar vueltas, ella prefería hacerlo por la carretera. Con un rumbo marcado, pero el cual siempre prefería ignorar. «No me manda mi madre, me va a mandar el GPS», era su mantra, así que estaba de fondo, como un apoyo al que no le hacía demasiado caso.
Así fue que, para llegar a un destino bastante directo y sencillo, recorrieron varias carreteras. Incluso un peaje. La historia del peaje merece un relato propio. Era un peaje que nadie pagaba. No había necesidad de meterse por ahí. Salvo que no sigas las indicaciones del GPS. Pasó. Y cuando llegó a la desolada máquina, por suerte automática, de la que extraer el ticket, bajó la ventanilla, se quitó el cinturón, puso el freno de mano y se asomó por la ventana para cogerlo. Todavía no sabe muy bien cómo, pero no quitar la marcha de un coche automático es la respuesta, el coche empezó a andar, golpeándola en el costado y promoviendo el griterío de 3 amigas que se creían en un coche a la deriva. Frenó a tiempo, a milímetros de la barrera todavía cerrada y dio marcha atrás para coger el ticket que allí se había quedado. Esta vez, quitó la marcha, lo cogió, la barrera se elevó y siguieron su camino.
El viaje había nacido bajo dos premisas: hotel con spa y cata de vinos.
El spa estaba reservado el viernes a las 20, porque la hora anterior era las 18 y creían que no llegarían. No se equivocaban. Pero al descubrir que la reserva era a las 20, decidieron recrearse en la comida de manera que, cuando estaban llegando al hotel, eran las 19:50. Al spa no llegaron. Podrían haberlo intentado. Pero se perdieron. Había que seguir unas indicaciones bastante complejas, entre las que se incluía meterse en dirección prohibida hacia una calle peatonal. Esto ralentizó bastante el camino, pero siempre resolutivas, cambiaron el spa para el día siguiente. Así que la noche se presentaba con la única misión de registrarse en el hotel y salir a cenar. Todo bien, si no fuera porque al llegar a la puerta del hotel, el parking era un diminuto montacargas. De repente las horas infantiles jugando a encajar formas cobraban todo el sentido. Sin embargo, nada en la vida te prepara para meter una nave masiva en un montacargas hecho para transportar un Fiat 600.
Ella no necesitaría gimnasio los próximos 10 días, lo que allí sudó no lo había sudado durante una media maratón. Una vez dentro de la habitación y con calambres en el pie del acelerador y freno, se asearon, se cambiaron y salieron a cenar. A partir de ahí, todo podía ir a mejor.
A la mañana siguente se levantaron con un objetivo «desayunar todo lo que pueda para flotar en el spa como una ballena» Pura poesía. Pero no pudo ser. Una de las personas que habían utilizado antes el spa había tenido una noche de descontrol y desenfreno. Tanto que no pudo controlar ni frenar su esfinter, agasajando al resto de clientes con lo que su cuerpo ya no podía soportar.
Se quedaron sin spa.
«Por lo menos nos queda la cata de vinos» se consolaron mientras subían a la habitación y ella se quitaba el gorro que todavía seguía húmedo desde el martes anterior. Pusieron rumbo a la bodega y al llegar a la puerta, bajaron otro piso hacia el sótano de su desdicha. ¿Quién hubiera podido imaginar que la reserva no estaba hecha?
Se quedaron sin cata.
Se miraron, se hicieron una pregunta y solo con mirarse sabían la respuesta. ¿Qué pueden hacer 3 chicas con ganas de no hacer nada un sábado en Logroño? irse a beber vino.
Y el resto es historia.
NOTA DE LA AUTORA: Esta es una historia basada en hechos reales. En efecto, hay hechos reales mezclados con ficción. Dejo a la voluntad del lector descubrir cuál es cuál. Sin ánimo de sesgar ningún tipo de opinión, invitaría al lector a recordar que muchas veces la realidad supera la ficción.
Luli ✨