RDLV#3: El día que conduje una moto sin arrancar.
Desafiando todas las leyes físicas que puedan existir.
La cosa es así.
¡Sí, se puede! Sé que parece imposible, pero si vives en un barrio en cuesta, como es mi caso, puedes mover una moto de 150 kg desde el punto más alto hasta que la carretera se vuelve llana y te das cuenta del error.
Mi relación con los vehículos en general, y con las motos en particular, no podría definirse como sana. Es algo que se remonta a mi preadolescencia, cuando empezaron a moverse en el mercado los patinetes con freno.
Me subí. Lo probé.
¿Mi freno? La pared.
Nunca más volví a usar un patinete.
Años más tarde, en mi primer viaje por todo lo alto (ya hablaremos de esto) con mi mejor amiga, decidimos montar en moto de agua. Por ponernos en situación, allí solamente te pedían que fueras mayor de edad.
Con eso bastaba.
Creían que era justificación suficiente para moverte por el Mar Mediterráneo con una embarcación motorizada.
Ninguna de las dos tenía carné de conducir, ni había cogido una moto en su vida, pero valientes, sí, somos.
Yo he ido a surfear (otra cosa de la que ya hablaremos) y antes de soltarte en el mar con una tabla, que ni siquiera tiene motor, te dan una mínima explicación, unos 15 minutos de advertencias.
En el caso de la moto de agua fue algo así:
Este botón arranca. La que conduzca que se enganche a esta cuerda, por si os caéis, así la moto para. Moviendo el puño para adelante avanzáis. Tenéis 30 minutos. Podéis ir de boya a boya. No os salgáis de los límites. ¡Qué os divirtáis!
Y mientras el instructor se alejaba con una soltura nunca antes vista; que podría estar comiéndose una manzana con una mano y whatsappeando con la otra, mientras sorteaba olas y ni se despeinaba, llegó a la orilla y nosotras arrancamos la moto.
Fuimos cautas al principio.
Prudentes en la conducción.
Pero la adrenalina, los 18 años y que hemos venido a correr fueron dejando la cordura atrás y según pasaban los minutos, aumentaba nuestra velocidad. Tanto fue así que en un giro, correspondiente al acercamiento a la boya que marcaba el final del recorrido, volamos.
Y eso sí que fue trambólico.
Yo conducía.
Y volé.
Y Vero voló de mi.
Pero la moto no se fue a la puta, ¡ojalá! pasó por encima de nuestras cabezas.
De este momento recuerdo, las ganas que tenía de volver a la superficie, la ansiedad que sentí al ver que Vero no subía y que el bañador no me preguntó si quería, pero entró.
Dispersas en medio del mar, asustadas, angustiadas y con risa nerviosa, vimos cómo el monitor venía de nuevo en su moto como el príncipe encantado, ondeando su melena surfera al son del viento. Inocentes y desoladas esperábamos una ayuda y lo que recibimos fue una reprimenda: ¡O vais con cuidado o se os acaba!
Años más tarde mi novio se volvió motero. Tenía una Piaggio Fly de segunda mano y quiso elevar su estatus y comprarse una aberración motorizada. Una copia de Aliexpress de una Harley. ¿Cómo me afectó esto a mi? Decidí heredar su Fly para ir a trabajar.
Media hora me duró la moto.
Literalmente.
Por aquel entonces era becaria y trabajaba al final del Paseo de la Castellana.
Era agosto.
Mucho calor.
Yo lucía un vestido negro de tirantes, unas sandalias rojas de polipiel y un chaleco vaquero que complementaba mi outfit con estilo.
Cuando me caí de la moto, las sandalias quedaron hechas añicos y el vestido permitió al asfalto introducirse sin problemas a lo largo de toda mi pierna izquierda.
De este día guardo un recuerdo en forma de cicatriz horrible en el pie.
Aún así, pasaron los años y mi ya marido, que sigue siendo motero, llevó la moto al taller y me pidió que la fuera a recoger.
Otra moto, por supuesto. La fly de segunda mano quedó siniestra total y tuvimos que tirarla.
Como ya he mencionado que valiente, sí, soy, fui a recogerla.
Llegué al taller y le dije: vengo a recoger la moto de mi marido.
Esta vez, una vespa.
Lo que sí que te voy a pedir, es si me la puedes sacar a la acera, que me da miedo llevarme todas estas motos que tienes aquí expuestas por delante.
Ante tal declaración puse al mecánico sobre aviso de no ser una experta motera.
La moto en la acera.
Me pongo el casco.
Me subo a la moto.
Saludo airosa con mi mano mientras quito el freno y salgo hacia mi casa.
Todo iba bien hasta que en un paso de cebra tuve que frenar para dejar cruzar a un peatón. Cumplir las normas es una personalidad y a veces es la mía.
Cuando iba a seguir fue cuando salió el gordo.
Le daba al puño y la moto no se movía.
La gente del bar de la esquina me miraba.
Mi mente: Este señor se ha cargado la moto, menuda chapuza el taller.
La realidad: esa moto no estaba arrancada.
El taller se encontraba en la parte más alta de una calle y al ir cuesta abajo, todo rodaba.
Arranqué la moto.
La gente del bar de la esquina seguía mirando.
Seguí mi camino con naturalidad.
Cuando tuve que poner el intermitente para girar, pité a un peatón que iba absorto en su móvil y del susto se le cayó.
La semana pasada Tony tuvo que llevar la moto al taller.
Yo no la recogí.