Caos, cansancio y una idea en bucle
No tengo tiempo, ni paz, ni orden. Pero tengo una frase, y por hoy, suficiente. Así empiezo a veces mi proceso creativo.
La creatividad no siempre aparece cuando estás delante de tu mesa, un cuaderno nuevo que huele a nuevo, llevas un vestido largo, elegante y también nuevo y una trenza en el pelo, en la que encajas florecitas coloridas y recién cortadas.
A veces te pilla en pijama, mientras estás preparando la comida para toda la semana o cuando alguien te grita "¡mamá, ya he terminado!" desde el baño y te toca meter la mano donde las musas no la meterían y es lo que menos te apetece en ese momento. O directamente no llega. Y entonces es cuando te toca inventarla. Y te preguntarás, ¿cómo se puede inventar la creatividad cuando no tengo creatividad? Un bucle infinito, una rueda de hámster, la canción de la Vaca Lola atormentándote de madrugada.
Es ese tipo de ciclo donde todo parece movimiento, pero nada avanza. Como cuando abres el portátil con intención de escribir… y terminás en un loop de pestañas: Gmail, Canva, Notion, Spotify, Google Calendar, y de nuevo Gmail por si algo cambió en los últimos 43 segundos.
Ruido.
Mucho ruido.
No sé en qué momento compramos la idea de que para crear hacía falta silencio, una mesa ordenada, una vela con aroma a jazmín, una taza de café humeante y tiempo.
Mucho tiempo.
Sobre todo tiempo.
Yo también la compré. De hecho, la tengo en el carrito desde hace años. Pero cada vez que intento pagarla, la vida me dice: “Ese artículo está agotado”. Ah, bueno. La verdad es que el caos no pregunta. Se instala. Y lo hace con zapatillas sucias, audios de WhatsApp a medio escuchar, deadlines, malditos deadlines, facturas, cambios de humor, pensamientos intrusivos repetitivos, ropa por recoger, y esa sensación permanente de que se me está escapando algo importante. Tal vez yo misma. Y en medio de eso…yo quiero escribir. No por ambición, ni siquiera por disciplina.
Por necesidad.
Como quien busca una ventana en una casa donde se ha ido la luz.
Pero no es fácil.
Hay días en los que siento que tengo que pelearme con el mundo para conseguir media hora de silencio. Y cuando la tengo, ya estoy tan desgastada que lo último que quiero puedo es pensar. Solo quiero que alguien me diga que todo está bien. Aunque no lo esté. Como cuando te quejas con tus amigas y no quieres que te den soluciones a esos problemas del primer mundo que se te acumulan, solo quieres que asientan y te den la razón, sin más pretensiones.
Entonces escribo.
No siempre con belleza.
No siempre con claridad.
A veces solo con cansancio.
Como si las palabras fueran una toalla mojada que hay que escurrir con fuerza.
Y, sin embargo, ahí está lo mágico.
En no esperar las condiciones ideales.
En hacerle un hueco a la creación dentro del desorden, no a pesar de él.
Aprendí a escribir en los márgenes.
Entre una reunión y un email.
Entre la cena y el “¿me ayudas con esto?”.
Entre la culpa por no estar y el miedo por no llegar.
Me acostumbré a anotar frases en el móvil mientras espero en la fila del súper.
A editar ideas mentales mientras me seco el pelo.
A usar audios de voz como libretas.
A dejar que una idea me acompañe todo el día como un pendiente invisible, y escribirla cuando al fin me puedo sentar.
No suena romántico.
Y no lo es.
Pero es real.
Y quizás lo más liberador que he aprendido es esto:
no necesito sentirme inspirada para crear.
Necesito crear para sentirme viva.
Así que ya no busco el silencio perfecto.
Me basta con cinco minutos y una servilleta.
Me basta con poder parar, aunque sea un poco, y decirme:
“Hoy también escribiste.
Aunque fuera en el chat que tienes contigo misma.”
Y eso, para mí, ya es una forma de resistencia.
De ternura.
De fe.
Luli ✨
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Tal cual. Así estamos la mayoría 😅😅
Hermoso, gracias 😊