El día que se fue la luz y volvió la voz
Sobre el apagón, bloqueos creativos y lo que brilla sin electricidad.
Eran las 12:30 y yo estaba trabajando con una compi. Nos quedamos sin Wi-Fi y lo primero que pensamos es que se había ido la luz.
No te preocupes, me doy datos desde mi móvil, le digo. Ups, no me conecta tampoco. Será que se han caído las antenas, ha pasado por mi casa también hace unos días.
Nada, tranqui, seguimos con otras cosas.
Salgo a la calle y noto cierta crispación pero no descubro que hay un apagón nacional hasta que recibo una llamada de teléfono y me cuentan la noticia. Mi reacción es bastante tranquila, aunque inquieta. Recojo a mis peques del cole y nos vamos a casa a esperar a ver qué pasa. Como me dijo la mamá de Bruno cuando nos cruzamos en el patio: sea lo que sea, mejor estar todos juntos. En efecto, nos estábamos empezando a poner nerviosos de manera colectiva y solo se había ido la luz. Mi móvil ya no volvió a servir como teléfono hasta las 22.00 de ese mismo día.
Pantallas negras. Microondas vacíos. Ascensores parados. Semáforos apagados. Personas dirigiendo el tráfico. Todos intentando volver a casa. Móviles inutilizados en su función primaria: la de conectarnos entre nosotros. No saber si los demás están bien. En principio no tenía por qué ser que no, pero la duda corroe. Ni Wi-Fi. Ni señal. Ni cobertura.
El apagón no duró una eternidad, pero sí lo suficiente como para interrumpir nuestras rutinas. Para recordarnos que, sin electricidad, sin conexión, sin pantalla, ¿qué nos queda? Un vacío temporal parecido al momento en el que abrimos un documento nuevo y el cursor parpadea en blanco. Como ese silencio que da más miedo que cualquier sonido.
Pasó algo poderoso durante el apagón, convertimos lo automático en consciente.
Cuando no puedes encender la lámpara, enciendes una vela. Si tienes, claro. Mira que nos advirtieron hace poco desde la UE. Yo tengo un post-it en el cajón de la cocina con un kit de supervivencia que da gusto verlo. Pero ahí queda. Escrito en un papel, ni un solo item de esa lista comprado. Si es que yo soy de escribir, está claro.
Cuando no puedes hacer scroll, te preguntas qué hacías antes de que todo esto existiera, antes de que nos volviésemos tan digitales. Sin pantallas, sin ruido digital, sin esa falsa urgencia que nos arrastra cada día, nos quedamos a solas con nuestra voz interior.
Y aunque suene poético, lo cierto es que, al principio, incomoda. Como mínimo, desconcierta. Porque esa voz no siempre habla claro. A veces, susurra. A veces, reprocha. A veces, recuerda cosas que no quieres oír. Pero si aguantas el silencio lo suficiente, si no corres a buscar una linterna emocional con la que distraerte esa voz empieza a contarte una historia.
La tuya. La de verdad.
Sin solicitarlo nos encontramos ante un escenario común: el silencio. Me decía una amiga:
“Me dio miedo. No por la oscuridad, sino por darme cuenta de que hacía años que no estaba en casa con silencio total. Sin música, sin tele, sin alguien hablando en TikTok.”
En mi casa no hubo silencio. No al menos hasta que los niños se acostaron, pero me quedé pensando en la dependencia de las tecnologías a pesar de que nadie nos fuerza a ello. Porque en realidad, no necesitamos que se vaya la luz para sentarnos en el salón a estar, a jugar, a escribir, a pintar, a lo que sea, de manera analógica, pero hay algo en los aparatos que nos ata a estar constantemente conectados.
El apagón nos recordó una verdad que, en este mundo hiperconectado, preferimos olvidar: la conexión verdadera no depende del Wi-Fi.
Vecinos hablando en el portal o en el patio como si volviéramos a los noventa.
Madres inventando cuentos para sus hijos porque la tablet no funcionaba.
Terrazas abarrotadas de gente charlando y nadie mirando el móvil.
Dudas quedando en el aire porque no hay Google para contrastarlas.
Y pensé: a lo mejor esto también es una forma de escritura.
Una forma de contar(se) sin pantallas, sin emojis, sin filtros.
Solo palabra dicha, palabra escuchada.
Narración viva.
Al día siguiente lancé una pregunta en el grupo de escritura: ¿qué pensaste, sentiste o escribiste durante el apagón?
Aquí te dejo algunas, con permiso de quienes las compartieron:
“Me puse a escribir una carta como si tuviera 12 años. A mi yo del futuro. Me sorprendió cuánto necesitaba hablarme.”
“No escribí nada, pero se me ocurrió el inicio de una novela. En la que un apagón mundial despierta habilidades ocultas en la gente. La apunté en una libreta con la linterna del móvil.”
“Lloré. No por la oscuridad, sino porque me recordó que llevaba meses sin llorar por lo que de verdad me importa. Luego escribí un párrafo. Uno solo. Pero fue un desahogo.”
“Se fue la luz y me vino un poema entero. No lo anoté en el momento, pero lo recité en voz alta como si alguien me escuchara. Luego lo escribí de memoria. No quedó igual, pero fue honesto.”
“Pensé: ¿y si esto fuera un aviso? De que estamos sobreconectados y subscritos a todo menos a lo que de verdad somos. Me salió esa frase tal cual. Luego se la envié a mi hermana cuando volvió el Wi-Fi.”
Cada uno de estos testimonios es una mini historia. Una prueba de que, incluso sin electricidad, la energía narrativa no se apaga nunca.
La metáfora se construye sola:
Cuando se va la luz nos sentimos desorientadas.
Cuando llega un bloqueo creativo, también.
El blackout mental no avisa. No entiende de horarios ni de deadlines. Simplemente, llega. Como el apagón. Y corta el flujo. Las ideas están ahí, lo sabemos. Pero no fluyen. No conectan. No tienen fuerza. Y sin embargo, algo se mueve en esa penumbra.
Tal vez porque escribir no siempre empieza con claridad. Tal vez porque el desorden interior también tiene su propio método de alumbramiento. Y quizá, solo quizá, necesitamos aceptar que la oscuridad también forma parte del proceso creativo.
Nos pasamos el día diciendo que no tenemos tiempo para escribir. Que nos falta inspiración. Que no fluye. Y sí, puede que todo eso sea cierto. Pero también es verdad que escribir a veces comienza con bloqueo, con dudas, con ganas de apagarlo todo para volver a encenderse por dentro.
No necesitas el entorno perfecto. Ni el silencio absoluto. Ni la playlist ideal. Lo único que necesitas es una rendija. Un momento de corte. Una interrupción lo bastante incómoda como para invitarte a mirar hacia adentro.
Quizá ese es el verdadero regalo del apagón del 28 de abril: nos obligó a parar.
A escucharnos. A sentarnos con lo que hay, no con lo que nos gustaría tener.
A veces creemos que escribir es para cuando todo está en orden.
Pero a lo mejor, lo más potente se escribe justo cuando todo parece un poco roto.
El apagón fue breve. Pero el eco aún dura.
Así que, si sientes que últimamente estás a oscuras, recuerda:
no hace falta que vuelva la luz para que empiece la historia.
Basta con escuchar lo que hay en la sombra.
Basta con escribir, incluso sin ver del todo.
Luli ✨
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Qué bien y qué bonito lo cuentas. Me encanta la analogía con el bloqueo, así es ✨