Querido diario: así es como me enamoré de escribir
Volví a escribir porque ya no podía no hacerlo. Y me encontré ahí, donde siempre estuve, aunque no lo supiera.
Mi historia con la escritura se remonta a tiempos recónditos, quiero decir, a pesar de la juventud que me caracteriza, tengo algo desdibujado cuándo fue el momento exacto en el que empecé a escribir.
Recuerdo que siempre me atrajeron las palabras. Era muy pequeña, según cuentan mis padres, y ya cogía el periódico para ir al baño. Nací costumbrista, qué le hago. Es probable que lo cogiera antes incluso de saber leerlo, pero también es posible que eso ayudara a que empezar a juntar las letras y a entender el significado de las palabras en una frase.
Salto a otro recuerdo que no sé si sigue una línea temporal, que me lleva a un cuento infantil que se llamaba “¿De dónde venimos?” y explicaba de forma natural y sensible la educación sexual para niños. Mi madre, una adelantada en los 90. El caso es que recuerdo casi todas las páginas de ese libro con sus ilustraciones y quedé conforme con la explicación. Creo que no hice demasiadas preguntas.

Recuerdo tener 7 u 8 años y que la mejor amiga de mi madre me regalara “Mujercitas”. Recuerdo también que mi madre me dijo que podía leerlo si quería, pero que era probable que no lo entendiera, así que lo tendría que volver a leer más adelante otra vez. Y ese fue uno de los mayores spoilers que me hizo, porque fue tal cual.
Y supongo que entre libros y periódicos me entraron ganas de inventar mis propias historias. Y empecé a escribir. Me acuerdo de un diario. Era morado, textura peluche y tenía una margarita azul que sobresalía. Pero también recuerdo uno rosa, con olor a fresa y un candado dorado que se abría con dos llaves pequeñas, pero también sin ellas. En esta época empecé también a coleccionar papeles de carta, de muchos dibujos, colores y olores. Los guardaba en una carpeta y los llevaba al cole, como el resto de mis amigas, y como si fueran cromos, los intercambiábamos. Era una hoja y un sobre a juego. Y escribía muchas cartas. No tengo claro si todas las entregaba, pero sí me acuerdo pasar tardes vanagloriándome de mi colección de papeles y escribiendo mucho en ellas.
La historia de El Cuadernito
Uno de mis mejores recuerdos es cuando creé “El Cuadernito”. Tenía 11 años y le propuse a mi mejor amiga del cole que creáramos un diario conjunto en el que escribiéramos nuestras cosas, pero también servía como recolector de cotilleos de clase. Cazábamos notitas, nos enterábamos de los secretos (supuestamente mejor) guardados. Nos convertimos en una mezcla de Gossip Girl, sin existir eso en 1999 y Facebook analógico, sin permiso de publicación. Y pronto despertamos la envidia. Nos copiaron. Surgieron diferentes “cuadernitos” pero nosotras teníamos el poder. Las noticias frescas estaban escritas en nuestras hojas y cuando llegaban a otros cuadernitos ya perdían interés. Tenía todas las exclusivas y esto, como es evidente, me trajo problemas. Las demás chicas se estaban poniendo tensas. Ninguna niña de 11 años quería que en El Cuadernito estuviera escrito que estaba enamorada del chico de 5ºB. Pero estaba escrito, y las demás lo querían saber. Empezaron las fricciones. Los recreos se convirtieron en momentos de guardia de mochila. Era vital que ni los profesores, ni mucho menos nuestros padres, supieran de la existencia de este material, aunque lo más peligroso que aparecía en él eran personas que no habían estudiado para un examen o novietes que quedaban para darse un inocente beso debajo de las escaleras. Pero un día se pudrió todo. Un grupo, al que ahora guardo en un lugar muy preciado de mi corazón, siendo unas de las mejores amigas que jamás habría podido imaginar tener y conservar en la distancia, nos atacó. De mala manera. En el patio de comedor. Es bien sabido que el patio de comedor ha sido y es la jungla, el momento en el que todas las malicias pueden llevarse a cabo. Enganchones de pelo y hojas volando acabaron con un cuadernito destrozado. Mis palabras hechas añicos. Las historias que mezclaban ficción con realidad en páginas sin numerar, complicaban volver a unirlas en algo con sentido. Otras compañeras de clase aprovecharon para adueñarse de algunas hojas que habían volado lejos de mi alcance, sintiéndose poseedoras de parte de un gran tesoro. Y vaya si lo era.

Salto a otro recuerdo, mi padre regalándome Harry Potter y la Piedra Filosofal. Yo estaba en mi cuarto, leyendo un libro sobre los planetas (con 13 años quería ser astronauta, luego ese sueño se disipó y con él todo mi interés por cualquier cosa relacionada con la ciencia) y me dio el libro amarillo que supuso el inicio de una afición. Sin embargo, excepto por La Biblioteca de la Medianoche, que terminé de leer hace justo dos días, no he vuelto a disfrutar de otra novela de fantasía como de Harry Potter. Me da mucha pena que en alguna mudanza perdí ese libro, que además estaba dedicado.
El salto a la adolescencia tiene mucha música, Messenger, Tuenti y novelas románticas. No dejé pasar la oportunidad de leerme todos los de Federico Moccia. Desde “A tres metros sobre el cielo” hasta “Perdona pero quiero casarme contigo” sin olvidar “Perdona si te llamo amor”. No he vuelto a leer ese género, too much para el body. Y seguí escribiendo. Recuerdo aprenderme el alfabeto griego y el élfico (época de auge de El Señor de los Anillos) y usarlo para sustituir las letras del alfabeto español por esos símbolos y escribir en un cuaderno que usaba como diario, que también conservo. También usé este poder para escribir algunas cosas en la mesa del instituto en época de exámenes. Fue cuando empecé a trabajar las palabras clave sin levantar sospechas.
Después estudié filología inglesa y leía y escribía mucho, aunque poco por elección propia. Me entregué a los deadlines y a los materiales de la carrera que no dejaban espacio para mucho más, siendo que mis preferencias de ocio en esa etapa estaban fuera de mi casa. Sin embargo, cuando empecé las prácticas, hacía largos recorridos en transporte público y retomé la lectura. Me leí la trilogía de Katherine Pancol: “Los ojos amarillos de los cocodrilos”, “El vals lento de las tortugas” y “Las ardillas de Central Park están tristes los lunes”. Fue cuando decidí comprarme el primer ebook. Cargar con la comida, los apuntes, mil cosas más que llevaba en el bolso y estos libros era demasiado. Ahora leo 90% en ebook, y vuelvo a sentir pena porque no conservo ningún libro de aquella época. Perdidos o abandonados en alguna mudanza o etapa y ahora los echo de menos.
En esta época leí mucho pero escribí poco. Bueno, escribí poco en momentos de ocio, porque me adentré en el mundo de la comunicación, me hice copywriter y no hacía otra cosa que escribir. Lancé una revista digital de moda, El Attelier Magazine, la cual sigue existiendo pero ya no dirijo, aunque os invito a visitar, es muy guay. Crear EAM fue muy guay. Ahí unía dos pasiones: la escritura y la moda. Hasta que un día pensé que me gustaría escribir un libro. Empecé a apuntar ideas en un cuaderno y empecé a ir a talleres de escritura creativa. Así es como conocí por primera vez la Escuela de Escritores.
El siguiente es un salto grande que me lleva, tras unos pasos chiquititos, hasta donde estoy hoy. Escribiendo mi novela (que ya va por la mitad), un libro sobre escritura creativa y esta newsletter. Y estoy in love con la escritura y todo lo que me está dando. Pero esto os lo cuento otro día.
Luli ✨
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Me encanta como la escritura ha ido encontrándote en cada etapa y tú a ella 💫
👏🏻👏🏻❤️